lunes, 10 de junio de 2013

Matar al Buda, matar al Dharma - Parte I

El Lin Chi Lu es una de las obras clásicas del budismo Zen. Este texto contiene las enseñanzas del maestro Lin-chi, quien vivió en China aproximadamente en el año 866 de nuestra era. Este maestro se caracteriza por su estilo freso y espontaneo, libre de cualquier atadura o convención social/religiosa. Los extractos del Lin Chi Lu se presentan en negrilla, y los comentarios audaces de este texto corresponden al maestro zen español Pedro San José, autor de la página Espíritu y Zen, a la cual puedes acceder en el siguiente link para conocer la totalidad de sus enseñanzas: http://espirituyzen.org/

La frase “Matad al Buda”, se refiere a eliminar cualquier objeto o conocimiento externo que creamos, puede darnos la iluminación. El Buda está en cada uno de nosotros, pero cuando lo adoramos por fuera, estamos únicamente evitando descubrirnos a nosotros mismos como Dios. Una de mis historias preferidas –que ya he citado en este Blog- cuenta que un día un hombre se encontró ante Buda y se inclinó a sus pies. El Maestro le hizo una seña para que se levantara y le dijo: “No te inclines ante el Buda, ¡Conviértete en Buda!”

Considero fundamental para aquellos que quieren comprender la esencia de este Blog, que estudien el siguiente artículo, el cual será dividido en varias partes para facilitar su lectura y su digestión. Este es un texto que promete romper con todos los obstáculos conceptuales que evitan que conozcas la simplicidad del Despertar. Sé que lo disfrutarás mucho… o te horrorizarás al extremo. Todo depende desde dónde lo mires.


No os dejéis engañar por los demás. Si encontráis al Buda, matad al Buda, si encontráis a un patriarca, matad al patriarca, si encontráis un arhat, matad al arhat, si os encontráis a vuestros padres, matad a vuestros padres, si encontráis a vuestra familia, matad a vuestra familia. Entonces os liberareis - p.87
Habéis recorrido el mundo buscando sin cesar. Os quedasteis parados en las plazas, oyendo al último parlanchín. De forma devota y sintiéndoos inferiores habéis confesado vuestras faltas, y contritos habéis suspirado por salvación. Miráis al cielo con ojos lánguidos, esperando una venida diferente. Confesáis religiones, e ideologías salvadoras. Os consideráis hijos del tiempo, y obligados por él. Por ello teméis el momento en que haya algo que no controléis. Miráis la muerte como una meta o un final, temblando como comadrejas en la madriguera. La más de las veces gritáis fuerte que no existe, creyendo que cuando más gritéis más verdad es. Pero no lo creéis, y vivís enloquecidos intentando parar el paso del tiempo que no sabéis detener. Y cuando al fin morís, gritáis suplicantes que el buen dios que os inventaron aparezca para sacaros del apuro. Mirando afuera, y arriba, os olvidáis de este cuerpo y esta mente donde se encuentra todo lo que ansiáis. ¡Tantas interpretaciones, palabras y escritos que os aturden, y os dicen: “¡por aquí!” o “¡por allá!” y vais como ovejas siguiendo el último tópico o el penúltimo dogma. Por eso el Maestro dice, “si os encontráis con Dios, matad a Dios” matad vuestras interpretaciones, vuestras ideologías, vuestras metafísicas y teologías de Dios, de forma que podáis decir como el Maestro Eckhart: “Te pido, Dios, que me libres de Dios, para así poder predicarte en este mi templo vacío”.

Nacisteis con el signo del padre. Él os indicó que había cosas que estaban bien y otras mal, que existía un cielo y un infierno, que los familiares eran los fieles y los diferentes condenados. Habéis recorrido la vida con este abecedario grabado en vuestras tripas, y, pobres de vosotros, no habéis aprendido a mirar, pues tenéis el palo y la zanahoria delante de la cara. En vez de las flores y el agua, y la tierra y la hoguera, solo veis un triste armario lleno de cajones, con cartelitos en el frente, donde vais metiendo las cosas para olvidarlas una vez están dentro, mientras seguís corriendo detrás de las palabras, y las estatuas, y los ritos, y todas esas señales extrañas que habéis aprendido en las iglesias, y en las escuelas y en los cuarteles. Y por ello os creéis alguien, y lucháis contra quién lo pone en duda, gritando desde vuestra almena particular.

Por ello de nuevo, si os encontráis con el padre o con la madre, matad al padre o a la madre. Matad a los arquetipos, matad al modus vivendi, matad al hogar en el que deseáis instalaros, romped con ese individuo acomodaticio que vive con el miedo de salir del camino trillado.

Pues mientras os quedáis ahí parados os perdéis conocer lo maravillosos que sois, no veis que aquí y ahora todo el universo se mantiene en esa gota de sudor que cae de vuestra frente angustiada. Y os tengo que gritar para que reaccionéis. Y para ello es necesario tirar algunas estatuas, y dejar desnudos todos los altares en los que habéis dejado vuestra servidumbre. Por ello os insisto con el Maestro: Cuando escuchéis la voz de las mil ideologías, de las muchas religiones que os prometen camino, meta y premio, arremeted con vuestra carreta viviente contra ellas. Matad aunque os duela a ese bello mito que habéis educado en vuestro interior, dios o mesías salvador, leyenda sublime de vuestra infancia, que hoy habéis convenientemente modernizado con nuevas palabras, pero tras la que se esconde el tótem de la verdad indiscutible y la existencia terminada y solitaria. También se esconde vuestra angustia de existencia pequeña y neurótica, que continuamente busca y pregunta por respuestas al que pasa.

A menudo sustituís al tótem lejano por un ídolo cercano, en la figura del gurú, del hacedor de religiones o del maestro indiscutible. Son los arhats y los patriarcas de hoy en día. Os ponéis delante de ellos agachando los ojos, considerándoos inferiores frente a su sabiduría pretendida, y atendéis a sus palabras sin atreveros a discutirlas, intentando aprenderlas de memoria y así poder repetirlas. Incluso llegáis a aparentáis ser como ellos solo a través de repetir de memoria sus enseñanzas. Con ello os olvidáis de la sabiduría que nace de vuestro corazón, si fuerais capaz de escucharlo. Para hacerlo deberíais silenciar todo lo demás. Por ello os repito. Si os encontráis con un arhat o un patriarca, matad en vuestro corazón al arhat o al patriarca, matad cualquier signo de autoridad impuesta, de dogma terminado, o de nueva verdad descubierta que se os queda pegada como brea.

Otras veces os quedáis congelados, instalados en el clan, la tribu o la familia, como si fuera un lugar diferente, un lugar especial en el universo. Así nunca saldréis del hogar, dice el Maestro. Así nunca saldréis al campo abierto ni os atreveréis a ir a la otra orilla. Tenéis demasiados intereses, demasiadas pertenencias, y demasiadas leyes pequeñas que mantener, los ritos familiares, las rutinas que permanecen en vuestra memoria, y que se cuelan en vuestros actos cotidianos. Tenéis que matar a la familia, como el lugar diferente que colocáis por encima de todo, como el marco de comportamiento y de definición de bueno o malo. Os quedáis instalados como el burro en la cuadra conocida, aceptando cualquier cosa que os llegue al hocico, porque así lo mandan los que comparten vuestra mesa. La defensa de los vuestros no puede ser excusa para matar al Ser que pugna por salir dentro de vosotros.

Si os atrevéis a dejarlo todo, a romper con vuestras cadenas, cuando por fin hayan caído todos los ídolos y todas las palabras hayan sido silenciadas, es posible que os encontréis sentados en el suelo, hijos míos, sin nada en las manos y sin nada que hacer, pero estaréis por fin libres y sonrientes, siendo tan solo. Entonces habréis atravesado la frontera. Habréis dejado el hogar y siendo sin hogar brillará vuestro hogar primigenio: aquel que nunca abandonasteis.

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