Por Walter J. Velásquez
Muchos hablan del alma como una
entidad espiritual que habita dentro del cuerpo y sobrevive a la muerte de
este. Veo en este concepto un esfuerzo por darle continuidad al yo, es decir al
ego, en la forma de alma o espíritu o como lo quieran llamar. El ego no es otra
cosa que “la imagen condicionada y empobrecida de nosotros mismos con la que
nos identificamos”.[1]
Pensar en un alma individual,
separada de las demás almas, es perpetuar el mito de la separación que es el
cimiento de la dualidad. Si vemos al Planeta Tierra desde afuera nos damos
cuenta de que se trata de un ser viviente, una gigantesca entidad, donde cada
árbol, cada pez, cada mamífero cumple una función en interacción constante con
las otras especies. Cada uno es una molécula
que al unirse con otras conforman células (familias), que a su vez conforman órganos
como son los bosques o los lagos.
El mito del alma individual procede
de la mente que todavía necesita creer que eres especial y estás separado de
los demás. Surge del miedo a perder el sentido de identidad basado en un “yo”
que está conformado por la suma de recuerdos pasados y miedos futuros.
En mí no reconozco un alma
individual, por más que la busco no la encuentro. Mi alma es el Universo, es la
totalidad. Por Universo no me refiero únicamente a la suma de galaxias y
cúmulos de galaxias. Me refiero al inmenso vacío, el fondo donde la forma
aparece.
El vacío es la clave de todo. El
vacío no es una nada estéril como podrías pensar. El vacío es el espacio al que
accedemos cuando observamos los pensamientos y emociones sin juzgar ni
etiquetar. Al principio de esta práctica creemos que hay un observador, es
decir, un sujeto que observa. Al profundizar más en ella llegamos al
entendimiento de que no hay ningún “yo” que observa, solamente el acto de
observar. Este es el Despertar Supremo, es aquí donde ya no se camina… ahora se
cabalga sobre el viento.